Resumen
En tiempos en los que las personas nos encontramos convulsionadas por políticos, gobernantes, o no, cuyas actuaciones como líderes desprestigian la democracia o dirigentes empresariales que, con sus conductas directivas ambiciosas, dudosamente éticas, ponen en duda la dimensión social de la empresa y de la economía, es cuando toca hablar de buena gobernanza y de buenos gobernantes y de las condiciones para acercarse a ello. Autoridad y reconocimiento son resultado del merecimiento.
Cuando tratamos sobre la gobernanza nos estamos refiriendo necesariamente a términos como autoridad, gobierno, modos y estilos de dirigir, liderazgo. Términos cuyos contenidos han ido experimentando notables cambios, particularmente en nuestro actual siglo donde el reconocimiento de la capacidad de gobernar o dirigir adecuadamente, no digamos sólo bien, está sometida afortunadamente gracias a la madurez de la sociedad, a un estricto examen social.
En la actualidad es un axioma aceptado comúnmente que gobernar o dirigir no es una ciencia infusa ni una profesión asignada, sino una práctica que se aprende primordialmente a través de la experiencia y que está enraizada en el contexto social, político y económico en el que se realiza. Nadie nace gobernante, ni siquiera el Rey, y por si acaso el que accede a un puesto de gobierno ha procurado formarse, asesorarse y, sobre todo, aprender experimentando.
El gobernar o dirigir puede situarse dentro de un triángulo donde se encuentran el oficio como experimentación, el arte como sensibilidad y el uso de la ciencia, entendida aquí como sentido común, orden y método.
Pongamos juntos una buena cantidad de tal oficio, con el toque correcto de tal arte, al lado de algún uso del raciocinio, y acabamos en una actividad que es, sobre todo, una práctica. No hay un modo mejor de dirigir que el que se desprende de la práctica consciente y contrastada, en una determinada situación o situaciones.
Pero para gobernar o dirigir previamente es necesario el autogobierno personal como fuente de coherencia, valores y objetivos para, además, crear una cultura en la organización que se dirige. Todo gobernante debe crear un fundamento, un alma, de la organización que la identifique y que debe perdurarle. La organización tiene que entender, comunicar y recordar esa cultura que incluye la atención a la calidad sobre la relación humana como dinámica. Proponer y promover estrategias que la fortalezcan y desarrollen. Gobernar implica capacitación personal y colectiva y conocimiento promovido y compartido. Si no se tienen, recabar suficiente asesoramiento y apoyo de los mejores que tienen experiencia, arte y sentido común.
Reflexionando sobre estos puntos, y aunque a alguien le pueda sonar a apergaminado, partimos de las pautas de “cómo gobernar y de cómo debe ser un dirigente” en el día de hoy, planteadas por Ignacio de Loyola que, muy lejos de estar declinadas, son corroboradas por los denominados expertos de la gobernanza actual en las conclusiones de sus análisis empíricos de la gestión y de los estilos de gestores públicos y privados. Para Ignacio gobernar y el buen gobierno de una organización precisaban entrenamiento, es decir, ejercitarse.
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